Carta 12
Otra de las aventuras de Casandra llorando en lugares
Camino por Jerusalem con el libro Open, de Andre Agassi en la mano. Acabo de bajarme del tranvía, tres cuadras me separan de la oficina, tres míseras cuadras; daría lo que no tengo porque fueran diez.
Estoy en las últimas páginas, este libro me acompañó las últimas dos semanas. Dos semanas raras, podría decirse que estuve mucho más triste de lo que estuve feliz. No es culpa de Andre ni de su libro, sino más bien una desconexión momentánea con la vida y con su sentido. A veces pasa.
El libro fue mi flota-flota: lo agarré los días que volví del trabajo sin ganas de nada, o aquellos que estaba sola en casa y masticaba grandes dosis de sobrepensamiento, también cuando no podía dormir. Andre me acompañó a mí y yo lo acompañé a él a vivir toda su carrera como tenista profesional.
No tengo idea de tenis, a tal punto que nunca en mi vida vi un partido, a tal punto que no sé ni cómo se juega, no sé cómo se cuentan los puntos ni mucho menos las reglas básicas.
Cuando empecé a leer el libro, repleto de páginas y páginas que narran partidos de tenis; pensé que tal vez sería bueno preguntarle a chat GPT sobre las reglas básicas, pero me dije a mí misma que no, que estoy harta de la basura premasticada y que si había algo importante que debía saber del tenis el libro me lo enseñaría. Lo mismo con cada persona que mencionaba el libro, y con el protagonista: no conocía a Andre Agassi antes de empezar a leer sus memorias, no sabía nada de él, no me sonaba su nombre, ni siquiera sabía que había sido tenista. Tuve que contenerme de empezar a buscar sobre él en internet, de entrar a su Instagram, de chusmear fotos del principio de su carrera o de ver qué anda haciendo ahora ¿Estará casado? ¿De qué trabaja? ¿Tendrá hijos?
Después de terminar el libro, me dije, después de terminarlo mirás.
Los libros son una experiencia única, sé que cuando se terminan, ya no puedo borrarlos de mi memoria, aunque a veces pagaría por hacerlo, por volverlos a leer sin saber nada de ellos.
Voy leyendo y caminando a la vez, me choco de frente a un religioso que no vi, uno de esos que andan como envueltos en una bata negra de satén, peyes largos, sombrero, me mira mal, y yo lo miro mal a él.
—Señorita, preste atención —me dice en hebreo.
No le contesto, sigo caminando ¿Cómo le explico? Cómo le explico, en mi hebreo nivel intermedio, que estoy terminando un libro que se me metió en la epidermis y llegó hasta la hipodermis; que Andre, quien me contó todos sus secretos, me acompañó a almorzar, a dormir, a llorar, está a punto de terminar su carrera.
Cómo le explico que tengo el corazón en la boca. Que estoy destruida, que no quiero que lo nuestro se termine y se va a terminar, está a punto de terminarse. Dos páginas.
Vuelvo al libro. Leo las dos páginas, ya en la puerta de la oficina, me siento mirando para el lado contrario al que viene la gente, por si llega alguno de mis compañeros. Lloro, lloro con un dolor que me sale de lo más profundo. Lloro por la carrera de Andre que acaba de terminar, por todo su viaje, lloro porque no quería que se terminara pero al mismo tiempo, se tenía que terminar. Lloro por mí, por lo triste que me sentí estas últimas semanas, por la bronca de desconectar de la vida y de olvidarme que, como el libro, como la carrera de un tenista profesional, también se termina. Tampoco puedo tener eso presente todo el tiempo, es demasiado.
Lloro por estar llorando porque un libro se acaba de terminar, lloro por ser tan pelotuda, por dejar que las emociones lleguen tan profundo, me digo que no puede ser así, que no debería ser así, los libros no deberían hacerme sentir tanto. Algo no está bien. Debería dejarlos.
Pero enseguida pienso todo lo que me habría perdido de no leer, toda la gente que no conocería, todos los lugares que no conocería, y me imagino mi corazón mucho más pequeño, no como este, que lo estiro y dejo que se estire, que se expanda.
Me acuerdo de por qué leo, de esos primeros libros que me hicieron sentir tanto que me asusté. Me acuerdo de Claudia Piñeiro, que dice que lee porque al saber de la finitud de la vida necesita vivir todas las vidas posibles.
Los libros, el refugio del que entro y salgo cuando quiero. Los libros, antídoto para el insomnio, para el vacío, para la soledad. Los libros, los malditos libros, no dejaré de leerlos hasta que se me caigan los ojos.
Ahora sí, ya en la oficina, puedo googlear a Agassi, a su familia, a Gil, entrar a su Instagram. Es como si lo conociera, a ese tipo del que hace unas semanas no sabía nada: sé cómo siente, cómo piensa, cómo vive. Qué privilegio.




Gracias por recomendarme este libro, Justo que me meto en el desafío de Seguir, si seguir, con mis memorias. Algunas (nosotras) no parece que escribamos otra cosa. Tal vez porque sabemos que hay una soledad inexpugnable que vale la pena intentar vencer, aunque no podamos: “"Tuve un profesor que me gustaba que solía decir que la tarea de la mejor narrativa era relajar al inquieto e inquietar al relajado. Supongo que buena parte del propósito de la narrativa seria es proporcionar al lector, quien como todos nosotros es una especie de náufrago en su propio cráneo, proporcionarle acceso imaginativo a otros yos. Dado que sufrir forma parte ineludible de tener un yo humano, los humanos se acercan al arte en alguna medida para experimentar sufrimiento, necesariamente como experiencia vicaria, más bien como una especie de generalización del sufrimiento. ¿Me explico? En el mundo real, todos sufrimos en soledad; la empatía verdadera es imposible. Pero si una obra de ficción nos permite de forma imaginaria identificarnos con el dolor de los personajes, entonces también podríamos concebir que otros se identificaran con el nuestro. Esto es reconfortante, liberador; hace que nos sintamos menos solos".
𝐃𝐚𝐯𝐢𝐝 𝐅𝐨𝐬𝐭𝐞𝐫 𝐖𝐚𝐥𝐥𝐚𝐜𝐞